REFLEXIÓN SEMANAL DEL SÁBADO 06 DE JULIO.

“La Reina de la Civilización en la cuenca del Plata”, Virgen de Itati, ha sido ininterrumpido desde 1616. En 1528, Sebastián Gaboto , explorando el Alto Paraná, desembarcó en un puerto al que dio el nombre de Santa Ana. Desde 1528 franciscanos arrojaron la primera semilla evangélica en el distrito de Santa Ana, llamado también Reducción de Yaguarí; y en ella siempre prevaleció la devoción a María Inmaculada. En 1615 el puerto de Santa Ana quedo abandonado, y el fray Luis de Bola­ños fundó la nueva reducción a la que dio el nombre de “Pueblo de Indios de la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de Itatí”. Fray Luis de Gamarra, párroco del lugar, fue el primero en dar a conocer los milagros de la Virgen. En la Semana Santa de 1624 tiene lugar la primera transfiguración de la Virgen, que duró varios días. Gamarra relata en un documento de la época: “se produjo un extraordinario cambio en su rostro, y estaba tan linda y hermosa que jamás tal la había visto”. Las transfiguraciones se repitieron a lo largo de los años. El 16 de julio de 1900, la imagen de la Virgen de Itatí fue solemnemente coronada por voluntad del Papa León XIII . El 3 de fe­brero de 1910, el Papa Pío X creó la Diócesis de Corrientes, y el 23 de Abril de 1918, la Virgen de Itatí, fue proclamada Patrona y Protectora de la misma. Su fiesta se celebra el 9 de Julio. El Santuario de Itatí, es uno de los más importantes de América. Cada año alrededor de 2 millones y medio de fieles, no sólo de Argentina, sino también de otros países sudamericanos, se dirigen a la gigantesca Basílica a dar testimonio de su devoción y amor por Nuestras Señora de Itatí.

NO ANTEPONGAN NADA ABSOLUTAMENTE A CRISTO. San Benito, abad.

Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición, no sea que algún día, como un padre que se enfada con sus hijos, nos desherede, o, como un amo temible, irritado por nuestra maldad, nos entregue al castigo eterno, como a servidores perversos que han rehusado seguirlo a la gloria.

Por lo tanto, despertémonos ya de una vez, obedientes a la llamada que nos hace la Escritura: Ya es hora de despertarnos del sueño. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis el corazón; y también: Quien tenga oídos que oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias.

¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz, antes que os sorprendan las tinieblas de la muerte. Y el Señor, buscando entre la multitud de los hombres a uno que realmente quisiera ser operario suyo, dirige a todos esta invitación: ¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad? Y, si tú, al oír esta invitación, respondes: «Yo», entonces Dios te dice: «Si amas la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella. Si así lo hacéis, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestras plegarias; y, antes de que me invoquéis, os diré: Aquí estoy».

¿Qué hay para nosotros más dulce, hermanos muy amados, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor, con su amor paternal, nos muestra el camino de la vida.

Ceñida, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquel que nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras.

Así como hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios y lleva al infierno, así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Éste es el celo que han de practicar con ferviente amor los monjes, esto es: estimando a los demás más que a uno mismo; soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás, antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan siempre en el temor y amor de Dios; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.