REFLEXIÓN SEMANAL DEL SÁBADO 19 DE OCTUBRE.
MARTES 22 DE OCTUBRE, MEMORIA DE SAN JUAN PABLO II, PAPA.
EL PROGRESO DEL DOGMA CRISTIANO. San Vicente de Lerins, presbítero.
¿Es posible que se dé en la Iglesia de Cristo un progreso en los conocimientos religiosos? Ciertamente que es posible y la realidad es que se da.
En efecto, ¿quién envidiaría tanto a los hombres y sería tan enemigo de Dios como para impedirlo? Pero con la condición, sin embargo, de que se trate de un auténtico progreso de la fe, no de un cambio. Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca, mientras lo característico del cambio es que algo se transforme en otra cosa.
Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los tiempos y edades, crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la sabiduría tanto en cada una de las personas como en todos los hombres, tanto en la Iglesia entera, como en cada uno de sus miembros.
Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza, es decir, debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el dinamismo de una única e idéntica doctrina. Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr de los años se van desarrollando, permanecen siendo los mismos. Gran diferencia hay entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante, los que van llegando a la ancianidad son los mismos que fueron adolescentes. La estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la misma.
Los miembros de un recién nacido son pequeños, los de un joven están ya desarrollados; pero, con todo, son los mismos. Los niños tienen los mismos miembros que los adultos y, si algo aparece en una edad más madura, ya se encontraba como en embrión, de tal forma que nada se manifiesta en el anciano que no estuviera latente en el niño.
No hay, pues, duda alguna: la regla legítima y recta de todo progreso, el orden establecido y bellísimo de todo crecimiento, consiste en que, con el correr de los años, vayan manifestándose en los adultos las mismas partes o proporciones que la sabiduría del Creador había formado previamente en los niños.
Porque si aconteciera que un ser humano tomara apariencias distintas a las de su propia especie, sea porque adquiriera mayor número de miembros, sea porque perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el cuerpo perecería o bien que se convertiría en un monstruo o, por lo menos, que estaría gravemente deformado. Es también esto mismo lo que acontece con los dogmas de la religión cristiana: las leyes de su progreso exigen que estos se consoliden a través de las edades, se desarrollen con el correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.
Nuestros mayores sembraron antiguamente en el campo de la Iglesia semillas de una fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e incongruente que nosotros, sus descendientes, en lugar de la verdad del trigo recolectáramos el error de la cizaña.
Al contrario, lo recto y consecuente, para que no discrepen entre sí la raíz y sus frutos, es que de las semillas de trigo de una doctrina recojamos el fruto de un dogma de trigo; así, al contemplar cómo a través de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se han desarrollado, podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos.