REFLEXIÓN SEMANAL DEL SÁBADO 23 DE AGOSTO.

(Homilía 23: CCL 122, 354. 356-357)

PRECURSOR DEL NACIMIENTO Y DE LA MUERTE DE CRISTO. San Beda el Venerable, presbítero y doctor de la Iglesia.

El santo Precursor del nacimiento, de la predicación y de la muerte del Señor, mostró en la lucha suprema una fortaleza digna de atraer la mirada de Dios, ya que, como dice la Escritura, aunque, a juicio de los hombres, haya sufrido castigos, su esperanza estaba llena de inmortalidad. Con razón celebramos su día natalicio, que él ha solemnizado con su martirio y adornado con el fulgor purpúreo de su sangre; con razón veneramos con gozo espiritual la memoria de aquel que selló con su martirio el testimonio que había dado del Señor.

No debemos poner en duda que san Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que, si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad; y sin embargo, murió por Cristo.
Cristo, en efecto, dice: Yo soy la verdad; por consiguiente, si derramó su sangre por la verdad, la derramó por Cristo; y él, que precedió a Cristo en su nacimiento, en su predicación y en su bautismo, anunció también con su martirio, anterior al de Cristo, la pasión futura del Señor.

Este hombre tan eximio terminó, pues, su vida derramando su sangre, después de un largo y penoso cautiverio. Él, que había anunciado la libertad de una paz que viene de lo alto, fue encarcelado por los impíos; fue encerrado en la oscuridad de un calabozo aquel que vino a dar testimonio de la luz y a quien la luz misma, que es Cristo, dio el título de «lámpara que arde y que ilumina»; fue bautizado en su propia sangre aquel a quien fue dado bautizar al Redentor del mundo, oír la voz del Padre que resonaba sobre Cristo y ver la gracia del Espíritu Santo que descendía sobre él. Y todos aquellos tormentos temporales no le resultaban penosos, sino más bien leves y deseables, ya que los sufría por causa de la verdad y sabía que habían de merecerle como recompensa los gozos sin fin.

La muerte –que de todas maneras había de acaecerle por ley natural– era para él algo apetecible, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien lo dice el Apóstol: Dios les ha concedido a ustedes, por Cristo, no sólo la gracia de creer en él sino también de padecer por él. El mismo Apóstol dice, en otro lugar, que es un don de Cristo que sus elegidos sufran por él: Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.