Reflexión semanal sábado 25 de marzo
Era necesaria la muerte de Lázaro para que, con Lázaro ya en el sepulcro, resucitase la fe de los discípulos. San Pedro Crisólogo, padre y doctor de la Iglesia.
Regresando de ultratumba, Lázaro sale a nuestro encuentro portador de una nueva forma de vencer la muerte, revelador de un nuevo tipo de resurrección. Antes de examinar en profundidad este hecho, contemplemos las circunstancias externas de la resurrección, ya que la resurrección es el milagro de los milagros, la máxima manifestación del poder, la maravilla de las maravillas.
El Señor había resucitado a la hija de Jairo, jefe de la sinagoga, pero lo hizo restituyendo simplemente la vida a la niña, sin franquear las fronteras de ultratumba. Resucitó asimismo al hijo único de su madre, pero lo hizo deteniendo el ataúd, como anticipándose al sepulcro, como suspendiendo la corrupción y previniendo la fetidez, como si devolviera la vida al muerto antes de que la muerte hubiera reivindicado todos sus derechos.
En cambio, en el caso de Lázaro todo es diferente: su muerte y su resurrección nada tienen en común con los casos precedentes: en él la muerte desplegó todo su poder y la resurrección brilla con todo su esplendor. Incluso me atrevería a decir que si Lázaro hubiera resucitado al tercer día, habría evacuado toda la sacramentalidad de la resurrección del Señor: pues Cristo volvió al tercer día a la vida, como Señor que era; Lázaro fue resucitado al cuarto día, como siervo.
Mas, para probar lo que acabamos de decir, examinemos algunos detalles del relato evangélico. Dice: Las hermanas le mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo». Al expresarse de esta manera, intentan pulsar la fibra sensible, interpelan al amor, apelan a la caridad, tratan de estimular la amistad acudiendo a la necesidad. Pero Cristo, que tiene más interés en vencer la muerte que en repeler la enfermedad; Cristo, cuyo amor radica no en aliviar al amigo, sino en devolverle la vida, no facilita al amigo un remedio contra la enfermedad, sino que le prepara inmediatamente la gloria de la resurrección.
Por eso, cuando se enteró —dice el evangelista—de que Lázaro estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Fijaos cómo da lugar a la muerte, licencia al sepulcro, da libre curso a los agentes de la corrupción, no pone obstáculo alguno a la putrefacción ni a la fetidez; consiente en que el abismo arrebate, se lleve consigo, posea. En una palabra, actúa de forma que se esfume toda humana esperanza y la desesperanza humana cobre sus cotas más elevadas, de modo que lo que se dispone a hacer se vea ser algo divino y no humano.
Se limita a permanecer donde está en espera del desenlace, para dar él mismo la noticia de la muerte, y anunciar entonces su decisión de ir a casa de Lázaro. Lázaro —dice— ha muerto, y me alegro. ¿Es esto amar? Se alegraba Cristo porque la tristeza de la muerte en seguida se convertiría en el gozo de la resurrección. Me alegro por vosotros. Y ¿por qué por vosotros? Pues porque la muerte y la resurrección de Lázaro era ya un bosquejo exacto de la muerte y resurrección del Señor, y lo que luego iba a suceder con el Señor, se anticipa ya en el siervo. Era necesaria la muerte de Lázaro para que, con Lázaro ya en el sepulcro, resucitase la fe de los discípulos.