REFLEXIÓN SEMANAL DEL SÁBADO 30 DE AGOSTO.

POR AMOR A CRISTO, CUANDO HABLO DE ÉL, NI A MÍ MISMO ME PERDONO. San Gregorio Magno, papa, padre y doctor de la Iglesia

Hijo de hombre, te he constituido centinela de la casa de Israel. Observemos cómo el Señor compara sus predicadores a un centinela. El centinela está siempre en un lugar alto para ver desde lejos todo lo que se acerca. Y todo aquel que es puesto como centinela del pueblo de Dios debe, por su conducta, estar siempre en lo alto, a fin de preverlo todo y ayudar así a los que tiene bajo su custodia.

¡Qué duro resulta para mí lo que estoy diciendo! Al hablar me estoy hiriendo a mí mismo, porque ni mi lengua predica como conviene, ni mi vida corresponde suficientemente a lo que la lengua dice.

No niego ser culpable, reconozco mi tibieza y mi negligencia. Quizá esta confesión de mi culpabilidad me alcance el perdón del Juez piadoso. Porque, cuando me hallaba en el monasterio, podía guardar mi lengua de conversaciones ociosas y estar dedicado casi continuamente a la oración. Pero desde que he cargado sobre mis hombros la responsabilidad pastoral, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos asuntos.

Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular; otras veces tengo que ocuparme de asuntos de orden civil, otras, lamentarme de los estragos causados por las tropas de los bárbaros y temer por causa de los lobos que acechan al rebaño que me ha sido confiado. Otras veces debo preocuparme de que no falte la ayuda necesaria a los que viven sometidos a una disciplina regular, a veces tengo que soportar con paciencia a algunos que usan de la violencia, otras, en atención a la misma caridad que les debo, he de hacerles frente.

Estando mi espíritu dividido y desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y no apartarme del ministerio de la palabra? Además, muchas veces, obligado por las circunstancias, tengo que tratar con las personas del mundo, lo que hace que alguna vez se relaje la disciplina impuesta a mi lengua. Porque, si mantengo el constante rigor de la vigilancia sobre mí mismo, sé que ello me aparta de los más débiles, y así nunca podré atraerlos adonde yo quiero. Y esto hace que, con frecuencia, escuche pacientemente sus palabras, aunque sean ociosas. Pero como yo también soy débil, poco a poco me voy sintiendo atraído por aquellas palabras ociosas, y empiezo a hablar con agrado de lo que había comenzado a escuchar con paciencia, y me encuentro a gusto postrado allí mismo donde antes sentía repugnancia de caer.

¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de centinela soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la montaña, sino que estoy postrado aún en el valle de mi debilidad? Pero poderoso es el Creador y Redentor del género humano para darme a mí, indigno, la necesaria altura de vida y eficacia de palabra, ya que por su amor, cuando hablo de él, ni a mí mismo me perdono.