
REFLEXIÓN SEMANAL DEL SÁBADO 26 DE ABRIL.
2° SEMANA DE PASCUA.
27 DE ABRIL; II DOMINGO DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA
MARTES 29; MEMORIA DE SANTA CATALINA DE SIENA, VIRGEN Y DOCTORA DE LA IGLESIA.
JUEVES 1 DE MAYO; FERIA DE SAN JOSÉ OBRERO
VIERNES 2 DE MAYO; MEMORIA DE SAN ATANASIO, OBISPO, PADRE Y DOCTOR DE LA IGLESIA
EL AMOR DEL SEÑOR, ES MÁS FUERTE QUE LA MUERTE Y QUE EL PECADO. San Juan Pablo II, papa.
No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos. Estas consoladoras palabras nos invitan a dirigir la mirada a Cristo, para experimentar su tranquilizadora presencia. En cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno: «No temas»; morí en la cruz, pero ahora vivo por los siglos de los siglos.
El primero, es decir, la fuente de todo ser y la primicia de la nueva creación; el último, el término definitivo de la historia; el que vive, el manantial inagotable de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. En el Mesías crucificado y resucitado reconocemos los rasgos del Cordero inmolado en el Gólgota, que implora el perdón para sus verdugos y abre a los pecadores arrepentidos las puertas del cielo; vislumbramos el rostro del Rey inmortal, que tiene ya las llaves de la muerte y del infierno.
Dejemos que la Liturgia nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que se manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra redención, no se arredra ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.
Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, «habla y no cesa nunca de decir que Dios Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. Creer en ese amor significa creer en la misericordia».
Queremos dar gracias al Señor por su amor, que es más fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como misericordia en nuestra existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a su vez, «misericordia» hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar a Dios y amar al próximo, e incluso a los enemigos, siguiendo el ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia entera?
¡La misericordia divina! Este es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad, en el alba del tercer milenio. Y nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica: Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo. E inmediatamente después exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengan les quedan retenidos». Jesús les confía el don de perdonar los pecados, un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.
Revivamos este momento con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón.