
REFLEXIÓN SEMANAL DEL SÁBADO 04 DE OCTUBRE.
SÁBADO 4 DE OCTUBRE MEMORIA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS, FRAILE Y DIÁCONO
NATURALEZA DE LA PAZ. Gaudium et spes (N. 78); Concilio Vaticano II
La paz no es mera ausencia de guerra ni se reduce sólo al equilibrio de las fuerzas contrarias ni nace del dominio despótico, sino que, recta y propiamente, se define como la obra de la justicia. Ella es el fruto del orden puesto en la sociedad humana por su divino fundador y que debe irse perfeccionando sin cesar por medio del esfuerzo de aquellos hombres que aspiran a implantar en el mundo una justicia cada vez más plena. En efecto, al tener el bien común del género humano su primera y esencial razón de ser en la ley eterna, y al someterse en sus exigencias concretas a las continuas transformaciones ocasionadas por la evolución de los tiempos, la paz no es nunca algo adquirido de una vez para siempre, sino que es preciso irla construyendo cada día. Como además la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, el mantenimiento de la paz requiere que cada uno se esfuerce constantemente por dominar sus pasiones, y exige de la autoridad legítima la vigilancia.
Y todo esto es aún insuficiente. La paz de la que hablamos no puede obtenerse en este mundo si no se garantiza el bien de las personas y si los hombres no saben comunicarse entre sí espontáneamente y con confianza las riquezas de su espíritu y de su talento. La firme voluntad de respetar la dignidad de los otros hombres y pueblos y el solícito ejercicio de la fraternidad son absolutamente imprescindibles para construir la verdadera paz. Así la paz es también fruto del amor, que supera los límites de lo que exige la simple justicia. La paz terrestre, que nace del amor al prójimo, es como la imagen y el efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el mismo Hijo encarnado, príncipe de la paz, ha reconciliado a todos los hombres con Dios por medio de su cruz, y reconstruyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo, en su propia carne ha dado muerte al odio y, exaltado por su resurrección, ha derramado su Espíritu de amor en el corazón de los hombres.
Por esta razón todos los cristianos quedan vivamente invitados a que, realizando la verdad en el amor, se unan a los hombres verdaderamente pacíficos, para implorar e instaurar la paz. Movidos por este mismo espíritu, no podemos menos de alabar a quienes, renunciando a toda intervención violenta al reivindicar sus derechos, recurren a los medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, con tal de que esto pueda hacerse sin lesionar los derechos y los deberes de otras personas o de la comunidad.